domingo, 20 de mayo de 2012

Poetas colombianos del siglo XIX - parte 2


Jose Asunción Silva

 

(Bogotá, 1865 - 1896) Poeta colombiano. En la historiografía literaria suele reconocérsele como el gran iniciador del modernismo en Hispanoamérica, que el nicaragüense Rubén Darío llevaría a la cúspide.
Dotado de una gran sensibilidad humana y artística y de una notable inteligencia, tuvo una formación literaria precoz, resultado de un ambiente familiar cultivado y creativo: José Asunción Silva era hijo del escritor costumbrista y acomodado comerciante Ricardo Silva, un hombre elegante, de refinado gusto y descendiente de aristocráticos granadinos emparentados con el general Santander. Doña Vicenta Gómez, hermosa dama bogotana y madre del poeta, era hija del diputado Vicente Antonio Gómez Restrepo, quien desempeñó importantes labores en los primeros años de la República de la Nueva Granada y falleció tempranamente.

Ars

El verso es vaso santo; poned en él tan solo
           Un pensamiento puro,
En cuyo fondo bullan hirvientes las imágenes
Como burbujas de oro de un viejo vino oscuro!

Allí verted las flores que en la continua lucha
           Ajó del mundo el frío,
Recuerdos silenciosos de tiempos que no vuelven,
Y nardos empapados en gotas de rocío.

Para que la existencia mísera se embalsame
           Como de esencia ignota,
Quemándose en el fuego del alma enternecida
De aquel supremo bálsamo, ¡basta una gota!



Porfirio Barba Jacob
Poeta colombiano nacido en Santa Rosa de Osos en 1885.
S u vida fue un continuo y desgarrado peregrinaje por diversos países de América. Estuvo radicado en Gautemala.
Debido al espíritu bohemio que lo marcó siempre, la pasión y la nostalgia formaron parte esencial de su obra.
Finalmente fijó su residencia en México donde falleció en 1942.




El hombre es una cosa vana, variable y ondeante...

MONTAIGNE

Canción de la vida profunda

Hay días en que somos tan móviles, tan móviles,
como las leves briznas al viento y al azar.
Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonríe.
La vida es clara, undívaga, y abierta como un mar.

Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles,
como en abril el campo, que tiembla de pasión:
bajo el influjo próvido de espirituales lluvias,
el alma está brotando florestas de ilusión.

Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos,
como la entraña obscura de oscuro pedernal:
la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas,
en rútiles monedas tasando el Bien y el Mal.

Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos...
(¡niñez en el crepúsculo! ¡Lagunas de zafir!)
que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza,
y hasta las propias penas nos hacen sonreír.

Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos,
que nos depara en vano su carne la mujer:
tras de ceñir un talle y acariciar un seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.

Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar.

Mas hay también ¡Oh Tierra! un día... un día... un día...
en que levamos anclas para jamás volver...
Un día en que discurren vientos ineluctables
¡un día en que ya nadie nos puede retener!

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